Ariella era una colombiana explosiva, de cabello negro azabache, labios carnosos y senos prominentes. En su último viaje a Colombia, varios hombres no pudieron quitarle la vista de encima. En particular, un apuesto joven de ojos verdes y sonrisa picara, mucho dinero y libido desbordante.
Una noche, Ariella bailó sensualmente para él en un club de Bogotá, moviendo sus caderas de una forma obscena. Él no pudo contenerse más y la llevó a un lujoso apartamento. Ariella se dejó desnudar y explorar, gimiendo de placer mientras el hombre la acariciaba con manos ansiosas. Luego le hizo el amor con fiereza, poseída por el éxtasis de la lujuria. Aquella noche se entregó por completo a la depravación.
Por su parte, Franceska era una rubia escultural, de piel nívea y mirada hipnótica. En Cartagena conoció a un empresario poderoso, casi una década mayor que ella, que no podía saciarse de su belleza tropical. La llevó a su yate, la hizo suya despiadadamente durante días, sometiéndola a todo tipo de perversiones y delicias carnales.
Franceska se dejó dominar por completo, embriagada por el lujo, la depravación y los placeres obscenos. Las manos, la boca y el miembro del empresario exploraron cada rincón de su cuerpo, llevándola a cimas de éxtasis salvaje. Ella se entregó por entero a aquella lujuria desenfrenada, olvidándose de todo excepto de las sensaciones deplorables que la embriagaban.
Ariella y Franceska vivieron aquel viaje a Colombia como una oda a la licenciosa sensualidad, sumergiéndose en perversiones que nunca olvidarían. Sus aventuras las marcaron para siempre, dejando en ellas una huella de depravación que seguirían cultivando.