Andrea era una mexicana de cuerpo operado y generosas curvas. Sus amplios pechos y glúteos prominentemente levantados, fruto de cirugías estéticas, provocaron miradas inquisitivas en cuanto entró al prestigioso bufete donde trabajaba como asistente legal.
Su jefe, el abogado Daniel, no pudo disimular el interés que despertó en él aquella figura latina e hipersensual. Aunque nunca dio muestras externas de ello, en su mente Andrea representaba sus más obscuros deseos. Imaginaba poseerla durante horas, explorando a placer cada centímetro de su piel y degustando sus curvas con languidez.
Un día, el trabajo se acumuló y Andrea se quedó a comer en el bufete. Daniel se ofreció a acompañarla, pretextando que tenía que revisar unos papeles. En la hora del almuerzo, el bufete quedó vacío y el silencio sólo era interrumpido por las risas de las meseras en la cocina.
Daniel no perdió el tiempo. La empujó contra la pared, hincando sus labios sobre los de Andrea con ansia. Ella gimió, sorprendida pero entregada al momento. Sus manos se deslizaron por los costados de su cintura, explorando la piel bajo la blusa.
Andrea se estremeció de placer. Las imágenes que Daniel había forjado en su imaginación hicieron su aparición, y ella se encontró dispuesta a vivirlas, entregándose a la lujuria de aquel hombre como en tantas fantasías.
Daniel la llevó a uno de los despachos vacíos y la desnudó despacio, maravillándose en cada nuevo trozo de piel que iba revelando. Sus manos acariciaron sus generosos pechos, su vientre redondeado y el nido de vello entre sus piernas. Andrea gemía y se arqueaba, presa de un deseo salvaje.
La penetró con rudeza, haciéndola suya sin contemplaciones. Sus cuerpos sudorosos se movieron al compás de sensaciones desenfrenadas, libres de cualquier atadura. Andrea se estremecía de placer tras cada embestida, imaginando que era su jefe quien la poseía así en cada fantasia.