Frida era una morena sensual de piel cobriza, ojos cafés y figura de modelo, aunque de mayor pequeñez. Su amigo Pablo, un apuesto mexicano de mirada picara y fortaleza salvaje, era el único capaz de saciar sus apetitos más desenfrenados.
Un día, Frida y Pablo decidieron alejarse de la ciudad y pasar un fin de semana en una cabaña en medio de la nada. Querían disfrutar de la naturaleza y de las delicias de la intimidad sin ataduras.
Una vez en la cabaña, Pablo no tardó en tomar a Frida entre sus brazos y besarla con ansia. Ella gimió, entregada, mientras sus manos exploraban el torso desnudo de Pablo. Se dejaron guiar por el momento, dominados por la pasión.
Pablo la empujó suavemente hacia el suelo, tirándose sobre ella. Sus manos vagaron por su cuerpo, desabotonando la blusa y deslizándola por sus hombros. Sus labios siguieron el camino, besando y mordiendo su piel cobriza. Frida se arqueó, gimiendo de placer.
Pablo la penetró con fiereza, haciéndola suya allí mismo, sobre el suelo de la cabaña. Sus cuerpos se movieron al compás de embestidas salvajes, olvidados de todo excepto de las sensaciones que los embriagaban. Frida gimió sin pudor, imaginando que hacían el amor al aire libre, expuestos a ser descubiertos en cualquier momento.
Continuaron su sessión de placer al aire libre, cambiando de postura y posición sin cesar, saciando cada apetito y fantasy que cruzó por sus mentes. Exploraron juntos nuevas formas de goce, entregándose por completo al momento y a la lujuria desatada.
Cuando el sol comenzó a ocultarse, volvieron a la cabaña, exhaustos y satisfechos. Habían vivido un fin de semana de intensa pasión, explorando nuevos territorios eróticos en compañía de quien mejor conocía sus anhelos. Ninguno olvidaría jamás aquellas jornadas de descontrol y placer vividas al aire libre junto a Frida.