Lucía era la personificación de la sensualidad argentina enfundada en un ceñido vestido negro. Sus ojos color miel, su cabello rubio platinado y su piel de porcelana parecían haber sido esculpidos por los dioses. Su figura de modelo, delgada pero esculturalmente proporcionada, era fruto de intensos entrenamientos y una dieta férrea que mantenía.
Aunque su aspecto era etéreo, Lucía tenía una voracidad carnal que rivalizaba con su disciplina. Soñaba despierta con ser dominada y poseída salvajemente en una sola noche. Su mente era un hervidero de fantasías obscenas y depravadas, concentradas en esa velada.
En una fiesta, un anciano magnate argentino no pudo apartar la mirada de ella. Su figura tonificada y sus pechos firmes, apenas disimulados por el escotado vestido, lo hipnotizaron. Supo que tenía que conocerla esa noche, sin importarle las diferencias de edad. Ella satisfaría todas sus perversiones, alimentaría todos sus delirios lascivos durante unas horas.
Lucía notó la mirada ardiente del hombre y sintió un hormigueo de ansia en el vientre. Sus ojos se cruzaron y hubo una chispa, el presentimiento de que esa mirada la condenaría a una noche de desenfreno y locura.
Al poco, el anciano la llevó a un lujoso hotel, ansioso de poseerla. Lucía llegó dispuesta a entregarse por completo. Aquella noche, el anciano se volcó sobre ella sin pudor, poseyéndola con fiereza y salvajismo. Ella se dejó dominar y sometió a todo, gimiendo de placer ante cada acometida.
Sus cuerpos sudorosos y enlazados se movían con violencia, mientras Lucía se embriagaba de depravación junto a aquel amante apasionado. La razón había huido, vencida por instintos primarios, y el desenfreno era absoluto. La entrega fue total.
Cuando el alba asomó, la lujuria se apagó poco a poco. Apenas un beso de despedida, y el magnate abandonó la habitación, dejando a Lucía satisfecha y desgastada, cumplida en su anhelo de perdición en una sola noche.